Por su indudable actualidad, merece la pena rescatar elbrillante
artículo que el gran Miguel Delibes escribió en ABC el 20 de
diciembre de 2007.
En estos días en que tan frecuentes son las manifestaciones en
favor del aborto libre, me ha llamado la atención un grito que, como una
exigencia natural, coreaban las manifestantes: «Nosotras parimos, nosotras
decidimos». En principio, la reclamación parece incontestable y así lo sería si
lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su vez,
objetar dicha exigencia, esto es, parte interesada, hoy muda, de tan importante
decisión. La defensa de la vida suele basarse en todas partes en razones éticas,
generalmente de moral religiosa, y lo que se discute en principio es si el feto
es o no es un ser portador de derechos y deberes desde el instante de la
concepción. Yo creo que esto puede llevarnos a argumentaciones bizantinas a
favor y en contra, pero una cosa está clara: el óvulo fecundado es algo vivo,
un proyecto de ser, con un código genético propio que con toda probabilidad
llegará a serlo del todo si los que ya disponemos de razón no truncamos
artificialmente el proceso de viabilidad. De aquí se deduce que el aborto no es
matar (parece muy fuerte eso de calificar al abortista de asesino), sino
interrumpir vida; no es lo mismo suprimir a una persona hecha y derecha que
impedir que un embrión consume su desarrollo por las razones que sea. Lo
importante, en este dilema, es que el feto aún carece de voz, pero, como
proyecto de persona que es, parece natural que alguien tome su defensa, puesto
que es la parte débil del litigio.
La socióloga americana Priscilla Conn, en un interesante ensayo,
considera el aborto como un conflicto entre dos valores: santidad y libertad,
pero tal vez no sea éste el punto de partida adecuado para plantear el
problema. El término santidad parece incluir un componente religioso en la
cuestión, pero desde el momento en que no se legisla únicamente para creyentes,
convendría buscar otros argumentos ajenos a la noción de pecado. En lo
concerniente a la libertad habrá que preguntarse en qué momento hay que
reconocer al feto tal derecho y resolver entonces en nombre de qué libertad se
le puede negar a un embrión la libertad de nacer. Las partidarias del aborto
sin limitaciones piden en todo el mundo libertad para su cuerpo. Eso está muy
bien y es de razón siempre que en su uso no haya perjuicio de tercero. Esa
misma libertad es la que podría exigir el embrión si dispusiera de voz, aunque
en un plano más modesto: la libertad de tener un cuerpo para poder disponer mañana
de él con la misma libertad que hoy reclaman sus presuntas y reacias madres.
Seguramente el derecho a tener un cuerpo debería ser el que encabezara el más
elemental código de derechos humanos, en el que también se incluiría el derecho
a disponer de él, pero, naturalmente, subordinándole al otro.
Y el caso es que el abortismo ha venido a incluirse entre los
postulados de la moderna «progresía». En nuestro tiempo es casi inconcebible un
progresista antiabortista. Para estos, todo aquel que se opone al aborto libre
es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a mucha gente,
socialmente avanzada, con el culo al aire. Antaño, el progresismo respondía a
un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Años después,
el progresista añadió a este credo la defensa de la Naturaleza. Para el
progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al
adulto, el negro frente al blanco. Había que tomar partido por ellos. Para el
progresista eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte,
cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera
de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo.
El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo
seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su
calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante.
Pero surgió el problema del aborto, del aborto en cadena, libre, y con él la
polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo vaciló.
El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era
ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más
desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía
de voz y voto, y políticamente era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en
unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no
violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse
impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba
mediante una violencia indolora, científica y esterilizada. Los demás fetos
callarían, no podían hacer manifestaciones callejeras, no podían protestar,
eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos protegía el
progresismo; nadie podía recurrir. Y ante un fenómeno semejante, algunos
progresistas se dijeron: esto va contra mi ideología. Si el progresismo no es
defender la vida, la más pequeña y menesterosa, contra la agresión social, y
precisamente en la era de los anticonceptivos, ¿qué pinto yo aquí? Porque para
estos progresistas que aún defienden a los indefensos y rechazan cualquier
forma de violencia, esto es, siguen acatando los viejos principios, la náusea
se produce igualmente ante una explosión atómica, una cámara de gas o un quirófano
esterilizado.
Miguel
Delibes
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